Cuidar la salud mental de las personas refugiadas es el primer paso para su inclusión

Trabajar en la salud mental de las personas refugiadas es clave para que haya un proceso de inclusión que les permita reconstruir sus vidas en un nuevo país. Es un paso previo para poder avanzar en el acceso a la vivienda, el trabajo, la educación…

 

La Organización Mundial de la Salud define la salud mental como “un estado de equilibrio y bienestar físico, mental y social, en el cual el individuo es consciente de sus propias capacidades para afrontar las tensiones normales de la vida, puede trabajar de una forma productiva, y es capaz, de hacer una contribución a su comunidad”. 

La guerra, la violencia y la vulneración de derechos en los países de origen o en el trayecto, sumados a las dificultades añadidas al proceso de adaptación a un nuevo contexto, dañan este equilibrio y bienestar.  

Cada vez más, las secuelas físicas y psicológicas reflejan el horror y el dolor que las acompañan mentalmente durante todo el trayecto migratorio, según profesionales que atienden psicológicamente a estas personas. Traumas, depresiones, ansiedad o síntomas relacionados con el duelo y la pérdida de todos los referentes vitales son solo algunas de las secuelas del creciente exilio forzoso que ya afecta a más de 100 millones de personas en todo el mundo. 

Es aquí donde comienza el trabajo de los equipos psicológicos, que las acompañan en el camino hacia la recuperación y la inclusión social desde la fase de acogida, y a lo largo de todo el proceso de solicitud de protección internacional, con el objetivo de que salgan fortalecidas y recuperen la autonomía personal y familiar. 

Las heridas invisibles de la violencia 

Hay factores que enmarcan la diferencia en el trabajo en salud mental de las personas refugiadas que huyen de conflictos como el de Ucrania o Afganistán, con respecto a la atención a otras personas. 

“Vienen de situaciones en las que la violencia y la amenaza permanente están muy presentes y eso les hace estar en un estado de hiperalerta, con un nivel de inseguridad, desconfianza, ausencia de control, angustia…”, explica Marichu Mayoral, referente del equipo psicológico de CEAR Madrid. 

Frecuentemente, se trata de personas que se han visto obligadas a dejar todo atrás y tienen que convivir con la sensación de haberse puesto a salvo mientras sus seres querdios pueden encontrarse aún en situación de peligro en su países de origenes, teniendo que hacer frente al duelo, a la incertidumbre y al sentimiento de culpa. 

“A veces, la sensación de culpa del superviviente, la presión que sienten de las personas que a lo mejor les están pidiendo ayuda desde su país de origen, con una expectativa quizá desajustada de las dificultades que tienen que afrontar en el país de acogida, son elementos que hay que trabajar en el contexto del acompañamiento psicológico”, describe Mayoral. 

Desbloquear para construir

Estas secuelas como respuesta a una situación traumática vivida pueden dificultar la adquisición de nuevos aprendizajes, como el del idioma, las claves culturales de la nueva sociedad, poder conectar mejor con otras personas, confiar, etc. Por eso, el trabajo en salud mental es prioritario para poder desbloquear todas esas áreas y que la persona se sienta preparada para avanzar y construir una vida nueva.

Shadab tiene 26 años y llegó hace uno a Afganistán. Cuenta con dolor cómo eran testigos de ataques suicidas en la calle, muertes y violencia, lo que propició su huida junto a su familia. Pero al llegar a España, cuenta que no se sentía mejor. 

“La primera vez todo era nuevo. Tenía muchos miedos. Todas las familias que venían aquí, la mía, el resto, tenían depresión. Lloras porque cambias tu casa, no conoces a nadie en un país, no puedes hablar… Es una situación en la que estás solo, triste”.  

Shadab no quería salir de la habitación ni a la calle, porque ver a gente le hacía pensar en su país y en por qué no podía estar allí. “Necesitamos que una persona hable con nosotros, que nos ayude a ver que dejamos una situación mala atrás y que ahora vivimos en un sitio en paz, en el que podemos disfrutar. Después de la terapia, pude empezar a vivir bien. Podía salir sin problemas, hablar con la gente sin tristeza”, asegura.  

Inclusión mental

El proceso de atención se divide en tres fases, plagadas de retos, para avanzar hacia la recuperación emocional, que implica un cierto grado de autonomía laboral, económica, social o jurídica que permitan tomar decisiones propias, la participación social y el pleno reconocimiento de los derechos sociales y de la ciudadanía. 

La primera fase, muy importante, sirve para establecer a través del contexto terapéutico un espacio seguro y vínculos: “Es fundamental, porque una de las características de las personas a las que atendemos es que han roto su confianza, como consecuencia de la violencia que han ejercido sobre ellas, tanto en el país como en el camino”, dice Mayoral.  

Después comienza un proceso de acompañamiento emocional para poner palabras a la experiencia, a la que se suman dificultades relacionadas con el proceso de inclusión en la sociedad de acogida que pueden ser origen de nuevos malestares: adquisición del idioma, nuevas relaciones sociales, cambios en los roles familiares o discriminación, rechazo y dificultades de acceso al trabajo o a la vivienda, entre otras.  

La última fase es la de desvinculación, en la cual se abordan cuestiones que puedan estar en el presente de la persona, pero desde un enfoque de autonomía del tratamiento psicológico. “Nos vamos retirando poco a poco, porque ya es capaz de establecer otros vínculos seguros”, argumenta Mayoral. 

Por tanto, el sistema de protección internacional se transforma, al mismo tiempo, en un sistema de reparación emocional, de reconocimiento del daño y de la vulneración de los derechos fundamentales que han sufrido. Pero todo ello será en balde sin una sociedad de acogida libre de discriminaciones y de discursos de odio que agudizan las situaciones traumáticas de las que vienen huyendo. 

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